lunes, 10 de noviembre de 2008

Vol.3

-¡No puedo más!. Gritó con su voz envuelta en llanto.
-Pero, ¿por qué no puedes contármelo?. Quizás entre los dos podamos resolverlo. Intente decirle a modo de calmante.
-Es imposible. Es demasiado tarde. No hay tiempo. Decía ella a modo de conclusión.
-... No hay nada imposible. Me decidí a decir sin mucho entusiasmo.

Su mirada se me clavaba en el fondo del corazón. No podía verla así, y más cuando no podía saber ni entender su problema. Sus lágrimas caían desde sus ojos hasta sus labios. Ella no era de esas personas que cuando lloran secan sus lágrimas al instante. El amplio salón de mi casa parecía insignificante, creo que el sentimiento me empezaba a inundar, además del corazón, la cabeza. Me acerque y la abracé con todas mis fuerzas, quería protegerla. Ella me besó y después se fue. Yo aún no sabía que aquella sería la última vez que la vería.

Un día antes de todo aquello, ambos disfrutamos de lo que se puede definir como una cita básica.
Ella pasaba las mañanas en un colegio, era maestra y disfrutaba con su trabajo tanto como aquel niño que desea desde pequeñito ser futbolista y ve que un día su sueño se hace realidad. Gracias a este trabajo, ella podía disfrutar de la tarde e incluso del comienzo de la noche. Yo, por mi parte, no encontraba trabajo. Estudié Psicología durante cinco años de mi vida, pero ya apenas recordaba nada de lo que había estudiado. Los años pasaron, para mí, rápidamente y entre unos trabajos u otros, entre unos descansos y otros, al final nunca pude disfrutar, como hacía ella, de lo que a mí realmente me gustaba.
No pudimos almorzar juntos, porque ella debía quedarse un par de horas más en el colegio, así que decidimos que lo mejor sería quedar más tarde e improvisar algo.

Estaba sentado en el banco del parque, iba vestido como casi siempre, unos vaqueros, una camiseta cómoda y algo que ponerme encima, en aquel día, una cazadora marrón.
Un grupo de niños jugaba con un balón, otros usaban los columpios, otros corrían para allí y para acá sin ningún sentido... Un anciano caminaba placidamente sobre el estrecho camino de asfalto y le seguía un perro, que a juzgar por su trote llevaba un buen rato dando vueltas. A lo lejos se veía ella, caminaba tranquila y sonriente. No podía creer que aquella mujer había quedado conmigo. Levante la mano para que me viera, me reconoció al instante y se acerco a paso ligero.

-¿Qué tal?. ¿Cómo fue el día?. Pregunte.
-¡Genial!. Hoy han estado todos muy tranquilos y lo cierto, es que se han portado fenomenal, y además hace un día espléndido. Y tú, ¿qué hiciste?. Me preguntó, tras responder.
-Pues... no gran cosa. Supongo que lo normal. Dije sin ánimo.
-Es decir, nada de nada. Comentó ella tras mirarme y soltar una carcajada.
-Pues sí, efectivamente. Nada de nada. Comente dándole la razón.
-A ver.. cambiando de tema, tú que eres un experto improvisando, ¿qué hacemos?. Preguntó.
-Déjame que piense... no sé... Decía yo moviendo la cabeza y dudando.
-Vale. Eso es que hacemos lo de siempre, ¿no?. Dijo ella.
-Eh.. sí. Lo de siempre. Dije sin complicarme demasiado.

Lo de siempre era lo que yo conocía como una cita básica, quedas en un sitio público, ya sea parque o plaza, vas al cine, después cenas algo en cualquier sitio que parezca cómodo y tranquilo para poder charlar y por último vuelves a casa.
El primer paso ya estaba hecho, así que fuimos a realizar el segundo. Fuimos al cine, no había gran cosa, pero pudimos escoger algo decentemente bueno. A mí, me apasionaba el cine, en mis tiempos de universitario me pasaba horas y horas en el cine, a oscuras y disfrutando de las imágenes y diálogos que hacían que mi mente se evadiese de la realidad. A ella simplemente le gustaba, lo anotaba como uno de sus pasatiempos pero sin llegar a ser en extremo una afición.
La cena fue realmente extraordinaria, o al menos a ambos nos lo pareció así. Fue bastante sabrosa y ligera, a ninguno nos gustaba llenarnos el estómago antes de dormir, incluso el precio me parecía bajo, tras ver la cuenta depositada en una mini bandeja de plata que nos trajo el camarero.
Llegaba la hora de volver a casa, ella casi siempre después de salir venía a mi casa y pasábamos la noche juntos. Aquella vez no fue una excepción. Hicimos el amor apasionadamente, después de tomar una copa. Yo no solía beber, pero de vez en cuando rompía esa regla no escrita. Recuerdo como nos besábamos, sus labios eran gruesos sin llegar a ser grotescos, muy sensuales. Su cabello era suave, al igual que el tacto de su piel. Ambos nos deseábamos y a la vez nos amábamos, nunca había encontrado una mujer que cumpliese esos dos factores, supongo que por eso, era la mujer de vida.
Ella dormía, una fina luz entraba por la ventana, entre las cortinas. Veía la silueta de su espalda desnuda, sus ojos cerrados y su cálida mano apoyada sobre mi pecho. Ese fue sin duda el mejor momento de aquel último día.

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